Muros altos




Un error es un hallazgo que no podemos despreciar. Sin el error no habría posibilidad de acierto, que es algo conveniente para el ego, pero aún más importante es que sin el primer error no se daría la posibilidad de cometer el mismo error por segunda vez, por tercera y cuarta, la multiplicadora posibilidad de cometer indefinidamente el mismo error, al que luego llamaremos con orgullo Historia de Occidente.

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Es costumbre que el necio no valore la genialidad de su condición y con una humildad pavorosa dedique su existencia a encontrar semejantes. Es una propiedad del genio y de la necedad, y a la vez es una cruzada, un vicio y un íntimo perdón. La existencia de una manada de iguales hace creer al individuo que su comportamiento es una característica de la normalidad.

La necedad agudiza el talento para distinguir a los necios, y esto permite a cualquier necio la posesión de un radar para identificar semejantes. Puede entreverlos cuando van solitarios o en desfile, en efigie o en rumor, pero siempre los identifica sin necesidad de someter a juicio su inteligencia. Son necios porque él lo dice, necio mayor, catedrático en las necedades ajenas.

La necedad, eso nos gusta pensar, es una etiqueta que nos conviene a todos, pero especialmente a los otros.

Debo disculparme porque estas alegres conclusiones son muy pesimistas. De ellas se deduce que quien se jacta de ver necios a su alrededor tal vez ignora que es uno de ellos, o para ser más exactos, el talento para identificar la necedad ajena no exime al talentoso observador de esa condición.

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La especialización investigadora en el universo de las humanidades produce anualmente varias toneladas de papel encuadernado y minuciosamente escrito en forma de tesis, casi todas asombrosas e infranqueables, y esta producción frenética de conocimiento conlleva la transformación de muchos buenos estudiantes en animales fabulosos. 

Hablo de seres que han conseguido adquirir un conocimiento máximo en algo extremadamente pequeño, al menos como campo de conocimiento. Ese campo de conocimiento es tan diminuto que es posible que no exista en él conocimiento alguno, pero eso nadie lo sabrá nunca, pues no existe otro especialista dispuesto a perder su vida para demostrar que su antecesor estaba equivocado, inventó datos, equivocó conclusiones o no dijo nada, aunque rellenase miles de páginas de esponjosa retórica.

La especialización obtiene así, por ausencia o huida, el beneficio de la duda. En ese lugar se instala el investigador, seguro de que nadie podrá saltar el muro que ha ido construyendo con la acumulación de notas a pie de página. 

El muro es demasiado alto para entrar, también para escapar. Queda entonces el especialista encarcelado en su universo, elogiado sin ser entendido, admirado por defecto, convertido ahora en ese animal fabuloso que habita universidades y congresos.



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