Dos apuntes sobre nacionalismo


Sentirse orgulloso de ser español, catalán, tejano o canario es como jactarse de tener bazo, esófago o vesícula biliar. No parece posible que nadie haga exhibición de semejantes atributos. Ser de cualquier sitio es siempre una desdicha. 

Sería mejor enorgullecerse de haber aprobado un examen o de haber ganado una partida de ajedrez, por poner dos ejemplos minúsculos. Pero se ve que el orgullo es propenso a las patologías, y así la gente convierte un accidente (nacer en Manganeses de la Lampreana, en Edimburgo, en Chaguanas o en Yakarta) en un asunto trascendental. 

Cuánto orgullo sienten por tener hígados, clavículas o páncreas, y qué placer el suyo convirtiendo el asunto en una ideología, una profesión o una fe. 

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Aún quedan seres humanos que se preguntan si, al atravesar cualquier frontera, dejarán de ser humanos y se convertirán al instante en cangrejos, simios iletrados o protozoos unicelulares.

Este temor proviene de la exaltación de los valores nacionales que cada territorio propone, valores que suelen aplicarse a cada individuo que se envuelva en la bandera respectiva. Observada esa glorificación de sus capacidades, esa multiplicación de su inteligencia y esa sacralización de su historia, el diminuto extranjero, al atravesar la frontera, se convierte en poco más que una larva.

No es extraño que algunos afirmen que alimentarse de él o pegarle un tiro no debe ser delito.


1 comentario:

  1. Jajajajaja ¡Qué bueno Bruno! Yo, por suerte, sigo siendo humana. El final es brutal.

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