Una inercia antigua




Ves a F y sabes que su primer impulso es destruirte: quiere matar, disponer de ti, eliminar todo lo que tú representas, hacer daño en cada caso y sin por qué. Ves que sufre por no hacerte sufrir, y tu media sonrisa le tortura. Es un adulto, pero es un niño. Un niño desconfiado y ciego que necesita abrirse paso entre los cadáveres. Somos su alimento y no queremos serlo.

Así viene la tarde. Una tarde más, sucia y seca, con cristales donde el sol repta y se abandona. Pero nunca falta algo de vida que traer aquí.


No hay otro juego que me importe más que esa danza perpetua que es el carácter. Cada uno en su locura, a la deriva, atajando contradicciones con mentiras, disponiendo la realidad a su gusto, engañándose cada mañana para sobrevivir. Y hay una mezcla de náusea y de ternura en todo eso. En saberlo y en que no importe. 

Hubo un día en que a N la realidad terminó por desesperarle. Le dijo basta. Cállate. Cierra la boca. Luego se marchó de sí mismo y no volvió. Ahora no vive, solo parece que vive. La vida quedó lejos, en otro escenario, fuera del mundo, en un planeta inhabitable y remoto. N sabe que no volverá a ese planeta, que algo inmenso e inconcreto le ha destruido y no entiende por qué. Él, que buscaba ser tantas cosas, se ha convertido en aquello que despreciaba. Ahora bebe en silencio, y siempre espera que mañana nunca llegue.

O la rubia E, cuya vida es una huida: huir de sus padres, de sus hermanas, de su fracaso, de sí misma, de la pobreza, de los estudios, de sus propios sueños. Solo huir y sin descanso. Se mira al espejo y se gusta: le encanta mentir, y elevar esa mentira hacia la intimidad, dedicarse a sí misma sus mejores creaciones en el engaño. Solo cuando sueña, cuando no mide y se abandona, la huida es imposible y debe regresar. Pero E apenas duerme. No conviene dormir. El sueño es el enemigo. Su trabajo en la oficina rectangular y blanca, sus mínimas rutinas diarias, su calculada forma de matar el tiempo, de ignorarlo todo, de ignorarse a sí misma, son las ceremonias de esa larga huida que es ella. 

El calor es una infección que sube desde las aceras. Una inercia antigua nos empuja hacia la noche, mientras la ciudad sigue girando en su maquillada decepción bajo la tensa interrogación de las farolas. 



    Foto: Salvo Petri

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