Sobre la posibilidad de un espejo



  

Basta un poco de atención para descubrir que los  seres pintados al óleo en la National Gallery están vivos en las salas del museo: son el público y los vigilantes, y no siempre se reconocen en el espejo. Están en camino, preparados para sustituir a los originales antiguos, consultando su teléfono móvil mientras igualan con precisión los rostros congestionados en las telas, las narices de tubérculo, las miradas humilladas y las desafiantes, el gesto que señala y la boca que no se atreve a decir lo que piensa, la piel translúcida y la futura calavera. 

Rembrandt mira a Rembrandt cuatro siglos más tarde cuando ese hombre pelirrojo y de verde impermeable observa el Autorretrato a la edad de 34 años. Son iguales aunque no sean lo mismo. 

Miro a mi alrededor y no hay modelo que no esté caminando por estas salas: me cruzo con un calvo San Jerónimo, canoso y con ligera mochila, luego con una de las jóvenes mujeres de Vermeer en pantalones vaqueros, con el perfil de un bañista de Seurat, y más de una vez he creído ver el rostro cenceño, el pequeño cráneo, la piel rasurada y amarillenta, la fría mirada de Il doge Leonardo Loredan que pintó Giovanni Bellini. Están todos aquí. No falta nadie en este juego que se repite desde hace siglos.

Tal vez haga falta el cuadro para explicar a su doble, para entender lo que fuimos sin saberlo, lo que acaso somos, eso que solo alcanzarán a ver con exactitud los que vengan mañana y se descubran en nuestros rostros pintados.


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