"Obstaculum" de Frederik Geschlossen (1)



Quiero celebrar aquí la aparición en la editorial Reise de la primera novela (y probablemente última) del escritor alemán Frederik Geschlossen, que tuvo la feliz idea de abandonar durante once años su profesión (ingeniero aeroespacial en la European Space Agency, especializado en ingeniería de materiales) para dedicarse en exclusiva a la confección de este libro insólito.

Debemos aceptar que su título es la única célula viva dentro de este fabuloso cadáver literario. Esa célula declara por sí sola la naturaleza del volumen y el espíritu de su autor. 

La escalofriante pretensión de Geschlossen al construir este libro fue oponer un muro de hormigón entre el lector y él, y que así los dos seres quedaran incomunicados para siempre, solitarios y confusos, envueltos por una niebla de estupor, y con seguridad absortos en la contemplación de unas páginas que a la vez les unen y les separan. De aquí deduzco el primer sentido de esta obra de no-sentido: proceder al derribo definitivo del significado como valor estético.

La novela del alemán funda el novohermetismo, cuyas leyes sistematizan y renuevan toda idea de oscuridad, ilegibilidad, construcción aleatoria e invisibilidad de los personajes, del narrador y de la historia. Geschlossen arrasa con la mafiosa novelística actual y propone una novedosa fábula muda.

Cerrada sobre sí misma, la historia de Obstaculum no existe, y de ella pueden extraerse todos los significados, que también equivalen a ninguno.

La antiprosa de Geschlossen incendia los bosques de la ética y sólo nos muestra el páramo de un idioma inextricable y desconocido. Por ese páramo el lector avanza sonámbulo, empujado por signos huecos, por fantasmales fonemas que no llevan a ningún sitio.

Sólo una maestría natural podría haber forjado un libro así. Frederik Geschlossen es el nuevo profeta, y Obstaculum es su evangelio.

No podemos declarar, sin sentir cierto pudor crítico, que el sentido esencial de la novela Obstaculum es que carece de sentido. Obstaculum no es un libro para ser leído, tampoco para ser comprendido, y en esa fuga de lo convencional radica su mensaje, o para ser más exactos, su no-mensaje. Ese no-mensaje es casi una profecía, y esa profecía anuncia que si Obstaculum es aceptado como literatura, si es digerido y comercializado, la decadencia del ser humano es inevitable.

Esta conclusión no está en la novela de Geschlossen, pero cualquier lectura de esa novela, por dolorosa que sea, conduce hacia la ventana iluminada de esa conclusión.

Frederik Geschlossen se propuso escribir un libro del que no pudiera extraerse ningún significado o placer. De alguna forma maravillosa, y acaso alquímica, este volumen consigue ser del todo infranqueable. Largas series de signos en idiomas imaginarios o azarosos se debaten, retuercen y amasan en las 772 páginas de Obstaculum. Es fácil aceptar la complejidad sobrehumana de esa hazaña: trabajar durante once años sin descanso, escribir alrededor de 24.000 líneas, manufacturar casi 300.000 palabras, y no cometer nunca el delito del sentido, la bajeza de un sustantivo, la ignominia de una oración gramatical. Sólo un profeta podría alcanzar ese grado de perfección, esa espiral de nada que nos devuelve al principio, al origen del origen, a la anonimia primera.

En comparación con la obra maestra de Geschlossen, el Finnegans Wake de Joyce es una carta comercial, el apunte de clase de un niño quisquilloso.
Pero también es posible otra lectura, no menos asombrosa, de Obstaculum

Emilia (o la educación)




Hoy me tocó trabajar en el Instituto Sabino Berthelot, en El Sauzal. Mi taller comenzaba a primera hora y llegué demasiado temprano, como empujado por una necesidad absurda e incomprensible, como esos animales que siguen una ruta que les dicta el instinto, como si la falta de sueño me estuviera sugiriendo que estaba a punto de regresar a un sueño antiguo. El azar, que tantas veces se ríe de mí, hoy quería complacerme.


En el centro solo me esperaba el conserje y un profesor de religión que me invitó a tomar un cortado en la cafetería. Más que una cafetería es un almacén adecentado, con una barra a modo de parapeto defendida por un camarero alto y orondo, un elefante domesticado y moreno. El profesor de religión era bajito, canoso y palabrero, y uno no estaba esta mañana muy hablador. Ejecuté algunos monosílabos y despaché el cortado, pero cuando me di la vuelta para salir de la cafetería me crucé con un fantasma del pasado.

Un fantasma con la forma de una mujer de unos sesenta años. Aquel fantasma, para mí ya un personaje legendario, resultó ser real. Me detuve de espaldas, a unos metros de la puerta del café y escuché: “Buenos días, Emilia”, saludó el profesor de religión a la mujer que entraba. Bastaron esas palabras, inocuas para el resto de seres humanos, para que todo mi pasado, las legiones neblinosas de la infancia fueran convocadas en mi cabeza al instante. Es como si de repente me hubiera vuelto diminuto, tuviera ocho años, una familia esperándome en un bloque de trece pisos, una sed inexplicable. Todavía siguen aquí esas legiones de hombrecillos semidesnudos y de piel quemada que acarrean por el desierto las piezas absurdas de nuestro pasado.



No era posible, y sin embargo, aquella mujer con la que acababa de cruzarme fue mi profesora desde tercero hasta sexto curso de primaria. Dicho así es como no decir nada, pero esa mujer cenceña y frágil fue la persona que me abrió la primera puerta que llevaba hacia la biblioteca. A esa mujer le debo que me acercara a los primeros libros que leí, libros de Miguel Hernández y de Antonio Machado, y que a partir de ellos, cada día de cada año, haya encontrado un nepente para la vida.


Le debo demasiado a esa mujer para decírselo. Por eso vengo aquí, a esta leonera del diario, donde no quedan prevenciones y donde todo empieza o acaba.



Hacía veinticuatro años que no la veía, y más de una vez la imaginé jubilada, detenida en un banco de cualquier parque, haciendo el camino de vuelta hacia la nada, solitaria y absuelta. La convertí en personaje de mis historias, en el arquetipo del profesor que no sólo ve alumnos, exámenes, calificaciones y pedagogías, sino que también ve personas. Diminutas, insoportables a veces, pero personas.

Cuando fui su alumno era un renacuajo, por eso la recordaba alta, luminosa, con la sabiduría encerrada entre las líneas de su sonrisa a la vez burlona y amarga.

Ahora descubro que es más baja que yo, pero descubrirlo no es aceptarlo. A esa mujer sólo puedo mirarla con admiración, y aunque deba inclinar la cabeza, en realidad sigo siendo aquel niño que la mira desde abajo, desde la sed.

Al final entré en la cafetería y me atreví a preguntarle si era Emilia, si había dado clases en el Colegio Tena Artigas, si recordaba mi nombre, si recordaba a mis hermanas, a las que también dio clases, si recordaba a mi madre.

No tardó mucho en recordar.

Parece imposible, pero esta mujer sigue intacta, como si el tiempo no la hubiera siquiera rozado. Sesenta años tiene, el pelo negro y corto, igual que antes, el gesto delicado, la voz aún firme y clara, la mirada tímida y cristalina, como si esa mirada estuviera al borde de romperse en pedazos demasiados pequeños para que nadie pueda recogerlos.

Preocupada siempre por los otros, incapaz de un desaire, lectora de poesía, pero no escritora.

Emilia, nadie lo ignora, es un animal en peligro de extinción.

Hoy puedo decir que tuve suerte. La profesora que estuvo presente durante el taller que debía impartir esta mañana era ella. Con más oficio que virtuosismo acabé mis dos horas de trabajo, pero antes de terminar tuve que explicarles a los alumnos qué estaba ocurriendo allí, por qué aquella mujer, que ellos veían todos los días, era tan importante para mí. No sé si me entendieron.

Emilia ha tenido infinidad de alumnos más brillantes y capaces que uno, entonces ¿por qué ahora, se preguntará ella, viene este joven a decirme que soy para él un ser legendario, que fui la primera en mostrarle la desmedida biblioteca en cuyos anaqueles algunos se demoran para siempre, ciegos y sordos a toda cordura?

Nadie sabe por qué, Emilia, pero resultó que aquel niño que apenas estudiaba, que aprobaba los exámenes porque memorizaba los textos de los manuales con una divertida facilidad, aquel niño tímido y cobarde que no sabía traficar con las galletas del desayuno, aquel niño que no destacaba en nada, hoy le ofrece el homenaje que sin duda merece, la página que otros escribirán mejor.



Alrededor de Lêdo Ivo



Los actores esperan en el escenario vacío. Todo lo que buscamos debemos inventarlo nosotros: la calle, la puerta, la casa, el ascensor, la cama en la que descansar, también la sed y el hambre, también la cordura.

No debemos habitar el mundo, debemos inventarlo.

Por eso a veces, cuando la realidad se tambalea, descubrimos que el escenario sigue vacío, que todo por lo que habíamos trabajado, todo lo que queríamos proteger, sólo estaba en nuestra mente.

No hay amargura en esa conclusión. En el escenario de la mente crece todo lo que somos, el universo y dentro de él cada detalle. Inventa ese universo para seguir soñando: sus fantasmas son en verdad más reales que la realidad misma.

En todo eso pienso cuando leo los versos finales de un poema titulado “El paso”, del poeta brasileño Lêdo Ivo, incluido en su libro Rumor nocturno (Vaso Roto, 2009), unos versos traducidos por Martín López-Vega que dicen:

Pero si me prohibieran pasar
por ser yo diferente o rechazado
incluso así pasaré.
Inventaré la puerta y el camino.
Y pasaré solo.


*

Lêdo Ivo es un poeta sin escuela o que pertenece a todas las escuelas. Su versatilidad le permite llegarse a la poesía más abstracta o atravesar la realidad subido en el tren de una secuencia de metáforas. Es tan difícil negarle la habilidad como fácil reconocer las caídas, los poemas que no añaden nada, que son calles sin salida, y cierta oronda retórica que no siempre acierta a dominar.

Todo eso que nos sobra queda compensado por algunos poemas donde el brasileño es capaz de entrever una idea, pero una idea que es a la vez agonía, aceptación y propuesta. Una idea que lo encierra todo y por la que podemos caminar para encontrarnos a nosotros mismos.

Basten estos versos del poema “La cascada” como ejemplo de esa maestría:

Yo atravieso el puente y soy el río.
La canoa que pasa. Soy los remos.
(Nunca dejé de ser la travesía).
Y el mundo con sus muros se derrama
entre las aguas redondas y las sombras.


Dentro de cuatro milenios




–¿Sabéis algo de los pueblos que habitaban el mundo hace cuatro milenios? –me atreví a preguntar a una veintena de alumnos en una de las charlas que doy por los institutos de Tenerife.

Algunos bromean entre dientes, la mayoría callan, pero uno, más bravucón que sus compañeros, barboteó:

–Esos eran idiotas que no sabían nada.

–Exacto –le respondo–. Ellos eran iguales que nosotros.

Da igual la edad que tengas, seas un adolescente o un honesto y maduro padre de familia, a muchas personas les encanta despreciar el pasado, primero porque no lo conocen y luego porque se creen mejores, porque están convencidos de que su generación es la más lúcida e inteligente, que ellos, al fin, han alcanzado el sistema perfecto, la alquimia que convierte el barro en una tarjeta de crédito dorada, el dominio de una tecnología insólita, creen que lo tienen todo, la verdad y la salud, que el mundo estaba esperándoles y que ellos sí merecen ser recordados.

Ignoran que despreciar el pasado es despreciarse a uno mismo.

Dentro de cuatro milenios alguien le preguntará a un joven si sabe algo de los pueblos que habitaban en el siglo XXI.

–Idiotas que no sabían nada –le responderá. Y lo más amargo: dentro de su ignorancia ese joven tendrá razón.

La historia es el libro que casi nadie quiere leer, quizá porque en ese libro está el retrato más exacto del ser humano, lo que hemos sido, lo que somos y lo que es muy probable que seamos en el futuro, y en ese retrato no salimos nada favorecidos.