Un festival llamado Stanislaw Lem





 Estamos en una esquina de la literatura. Hay mucha basura, toneladas de reseñas imaginarias. Allí está Lem riéndose del Ulises de Joyce mientras reseña el insólito Gigamesh de Patrick Hannahan. Ese Gigamesh es una novela que aspira a contener o encriptar todo el conocimiento humano. Para conseguir eso en un número extenso pero limitado de páginas utiliza técnicas revolucionarias. Por ejemplo, si usted toma el capítulo tercero de esa novela y lo superpone invertido sobre el capítulo séptimo, obtendrá el plano exacto de la catedral de Nôtre Dame. Ese libro no es otra cosa que un monstruo, un logógrafo descomunal o un galimatías semántico sin otra función que el divertimento de su autor.


Otro de los libros que reseña Lem se titula Perycalipsis, y su autor parece ser Joachim Fersengeld. Una perycalipsis es una especie de apocalipsis que nos llega del pasado en forma de innumerables volúmenes inútiles o absurdos, y en forma también de aburrimiento e indolencia espiritual.


Fersengeld defiende ideas higiénicas con respecto a la creación literaria. Una de ellas es la inacción absoluta de los escritores. Nos propone la inacción como método para no seguir añadiendo basura encuadernada al universo. A los escritores que no publiquen se les abonará un sueldo, a los que publiquen se les sancionará con multas e impuestos. Tanto Joachim Fersengeld, como su inventor, el señor Lem, y quien esto escribe, estamos incumpliendo esa ley altruista.


El autor de Perycalipsis recomienda, es un autor coherente, la destrucción de su libro. Monterroso ya hizo esa recomendación cuando escribió: “Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo”.


Leer las novelas del escritor polaco siempre fue como acceder a un festival de la inteligencia. Estas páginas asombrosas también nos abren las puertas de ese festival.


Basten esos ejemplos. No creo que exista otro libro igual, acaso sólo algún volumen de Papini, que me resulte tan sugestivo, donde detrás de cada puerta se abren diez puertas nuevas, y detrás de cada una de esas diez puertas un número igual e interminable.

Giorgio Vigolo sigue esperando



Giorgio Vigolo (Roma, 1894-1983) es un poeta menor para la crítica italiana y un poeta casi desconocido en España. Su obra persiguió la estela de la poesía de Sbarbaro y de Rébora (autores que habían roto con el decandentismo de Pascoli y D'Annunzio), con deudas a la retórica de Onofri en sus primeros libros, luego con un leve acercamiento a Saba. Su poesía nunca se afilió a los presupuestos dislocados de Marinetti y tampoco quiso seguir a los cien mil hijos del hermetismo italiano. Vigolo intentó conjugar una escritura meditativa, habitada por una angustia subterránea, desolada en ocasiones, con un lenguaje bien empastado, integrando a veces el trazo libre de las imágenes oníricas. No lo consiguió siempre, pero sus aciertos merecen ser recordados.

Vigolo, además de poeta, colaboró con Lírica, La Voce, fue crítico musical de la RAI y de Mondo, y traductor de Hoffman y de Hölderlin. Si libro más recordable  es I fantasmi di pietra (1979), pero sería una pérdida no revisar la amplia antología Poesie scelte (1976). En prosa dejó algunos libros cuidados y breves, en especial la colección de relatos Le notti romane (1960), que contiene al menos un cuento inagotable, titulado "Il nome del luogo". En ese cuento un hombre desciende de un autobús en la parada de un pueblo sin nombre. Nadie en el pueblo sabe el nombre del lugar y a nadie parece preocuparle ese vacío. Cae la noche y no tiene donde dormir, siquiera tiene un nombre, un lugar en el mundo. Concluye entonces: "Era el hombre que no tenía siquiera un donde". Es una metáfora perfecta de la vida de Giorgio Vigolo, un hombre al que la realidad siempre le quedaba lejos, como algo que se retrae cuando queremos tocarlo. La realidad fue para él una cosa entrevista, lejana, borrosa. A él solo le quedaban los sueños, la historia y la literatura.


Inclino por aquí unos poemas de Vigolo que traduje hace casi diez años y que fueron publicados en la revista Clarín.




La tinta simpática

Sólo brillará lo que fue escrito
en la página negra
de la fiebre y del sueño,
con signos que se borran
a la luz del día,
y que se tornan visibles
-como letras escritas con lágrimas-
sólo cuando se acercan a la llama,
sólo cuando están cerca de quemarse.
Entre muros de pesadilla
es donde pasaste el día de tu vida,
donde escribiste como un preso,
allí está escrita tu verdadera poesía,
la que has olvidado,
la que no sabrías descifrar.
Pero al anochecer dará en tu pared
un último rayo de luz,
y verás otra vez tu vida
tallada en mil figuras
y corazones traspasados
y nombres ante los que aún palideces...




Los amigos

Los amigos me dijeron:
espéranos aquí, volveremos.
Y estuve esperando solo
una hora, dos horas...
Ya es de noche,
y los amigos se han olvidado de mí:
no vendrán.

Estás solo,
definitivamente solo.
Eso quiere decir que ya estás muerto;
que olvidaron volver a recogerte.





Escribir un poema


Escribir un poema
es un golpe de mano en lo desconocido,
es penetrar despierto
en el misterio del sueño,
es apoderarse de la noche.

Una trampa, un ataque por sorpresa
contra nuestra ciudad interior:
forzar la puerta,
adentrarse entre casas dormidas,
descubrir su secreto.

Por eso un poema
se escribe a escondidas,
casi sin saber por qué se hace;
es contrabando de frontera
que desconcierta a los centinelas,
en que se arriesga la condenación
contra el beso divino.

Por eso al escribir no es bueno
ver lo que se dibujó
en la oscuridad, en el sueño ligero,
en esos límites sin forma
que son como los fiordos de la mente,
donde se penetra en mares interiores,
encerrado en los senos
de una calma divina.



Los contrabandistas

Por las calles del papa
–hundidas entre muros
de iglesias clavadas en la penumbra–
todas las ventanas están cerradas
y todas las mujeres están muertas.
Los pasos del transeúnte a medianoche
resuenan en un vacío
de grutas y de catacumbas.
Las altas velas de las cúpulas
hinchadas por el viento de Dios
desaparecen entre las nubes,
bogan por el infinito,
y arrastran de noche
estos barcos repletos de tumbas
que hacen contrabando de misterio
con la otra vida.

En los templos del universo
ángeles contrabandistas
juegan en las nubes
entre cabos y velas;
transportan sueños a los techos,
descienden de las bóvedas
a las habitaciones, a las camas,
palpan el fondo del universo,
el nimio sedimento de la vida
donde los adormecidos reposan
como ahogados en los coitos,
debajo de milenios.
La muerte fermenta con el deseo
y vuelve a la vida con formas nuevas.



Briznas de hierba

Me impresionan las briznas de hierba,
las flores de la malvarrosa
cuando despuntan al aire
en los tejados de las iglesias,
en la orilla de las cúpulas.

El espíritu sopla donde quiere,
y aquí mansamente ha soplado.
Me impresiona porque creo
que en esas plantas humildes
sobrevive alguna alma honesta
y tal vez porque espero
que una parte de mí
pueda así perdurar en esta luz.



He vivido

He vivido desde tiempos remotos
en esta ciudad de remordimientos,
de teatros quemados por el sol,
de negras iglesias vindicativas;
desde tiempos remotos se cobija en mi sueño
una fuga de siglos en la noche,
como si durmiera en el lecho de un río
y sobre mi cabeza anduviese
la ola de los muertos.

En el interior de mis sueños
diviso vastos templos incendiados
y caballos que galopan
por los puentes nocturnos de Castello
donde el hacha se presiente.

–Detén, detén la mano del verdugo,
grita la voz afónica del sueño:
pero mi cabeza ya ha caído.




Trad. de B. M.

Literatura o nada


La estación extraviada
Roberto A. Cabrera
Artemisa


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Roberto A. Cabrera (1971), aparte de su obra como poeta, publicó en 2007 esta breve narración. El libro está escrito en un solo párrafo que se detiene en la página 92. Si fuera una película diríamos que está filmada con un solo plano secuencia. Y una de las características inherentes al plano secuencia es que debe estar planificado escrupulosamente.
La estación extraviada es una elegía minuciosa, exenta de patetismos, volcada sobre la memoria, pero también es un ejercicio que pretende detener el tiempo, fijar una luz, custodiar una incertidumbre o un segundo de belleza, antes de que nos alcance la noche y todo se pierda en la ceniza.

Historia de un hombre que vivió sin los fatigosos trabajos del héroe o del villano, sin los halagos de la gloria, pero también sin atravesar los sótanos de la mezquindad. Esta es la historia de un hombre que podría ser cualquiera de nosotros, que se marchó sin dejar una huella, sin oponer resistencia; pero la prosa de Cabrera a transmutado lo cotidiano en misterio, la costumbre en diferencia, lo vulgar en insólito.


En un pasaje de este libro el narrador corrige bien a Montaigne, señalando que a veces la premeditación de la muerte no lleva a la libertad sino a la neurosis. No me cuesta nada aceptar que pasearse cada día por el filo del abismo pueda significar que acabemos nuestro paseo en el cómodo despacho de un psicólogo o el incómodo sotabanco de una histeria.


En algunos pasajes dedicados a la infancia del narrador el lirismo recuerda al Luis Feria de Dinde y Más que el mar. Pero ese pasillo es más una sintonía que una deuda, porque la voz de Cabrera nunca se pierde entre las voces ajenas.
Paralela a la historia de Julián, va surgiendo el relato del descubrimiento del mundo a través de la mirada asombrada del narrador, que sabe volver a la inocencia admirativa de la infancia sin perder el pulso de su relato.

Esta novela corta contiene también un bosquejo de bildungsroman, allí donde el narrador va tomando conciencia del mundo: tiene sus primeros contactos con la muerte, siente luego un adolescente desprecio por los adultos, se afilia a un partido político y más tarde vive los últimos meses de un enfermo terminal.
Existen incontables formas de aceptar y de enfrentarse a la muerte, quizá tantas como seres humanos. Cabrera ensaya y discute en este libro algunas formas de encararse con la nada, y de todas elige una muerte consciente de sí misma, sin alivio y sin engaños.

Mientras leía no he podido evitar trazar otro de esos pasillos que relacionan autores de formas acaso inexplicables. En este caso han sido las páginas en que se revisa con detalle el contenido del armario del tío, fallecido hace algunos años cuando el narrador hace su recuento. Enseguida he divisado al final del pasillo La invención de la soledad de Auster, y las páginas en que el americano se dedica a describir la casa paterna. Fotos, documentos, relojes… Cualquier objeto basta para devolvernos al que se fue, y cualquier objeto es una interrogación sobre lo que parecer ser y no es nada. No ignoro que ese pasillo lleva a casi todas las elegías narrativas.


Inolvidable exhumación literaria de un hombre que es todos los hombres la que ha firmado Roberto A. Cabrera. Su protagonista, como todos los que esperamos, estaba destinado a ser, tarde o temprano, literatura o nada.

Elogio de la incertidumbre


Imagen: Ceslovas Cesnakevicius


Hay quien tiene clarísimo para qué escribe, quien no ha dudado nunca de su prosa, quien no se ha planteado jamás dejar este oficio, quien nunca temió que todo cuanto escribía no era más que una forma de incendiar el tiempo.

Si conoces alguien así, no lo dudes: estarás ante un perfecto alcornoque. Ese árbol robusto, de madera invulnerable, de flores casi invisibles, que no rectifica jamás.

Un escritor siempre duda, porque escribir es elegir entre varios errores posibles. El talento consiste en saber escoger la opción más digna de ser leída.

Los escritores no hemos sabido responder a esa pregunta esencial. Y eso me alegra, porque el día que demos una respuesta irrebatible este oficio no tendrá ya ningún aliciente y será pasto de matemáticos de la palabra.

Hemos dado muchas respuestas, la mayoría evasivas, confusas o delirantes. Yo me voy a limitar aquí a revisar las más sugerentes de las que tengo noticia.

Julio Ramón Ribeyro se justificaba diciendo que escribía porque le liberaba de cierto sentimiento de culpabilidad inexplicable. No es inhábil esa idea: escribir para adecentar nuestra mala conciencia, para extraerse la piedra de sentirse un inútil, para no claudicar del todo ante la medianía.

Orwell sintió desde los cinco años que estaba condenado a ser escritor. Con el tiempo elaboró cuatro leyes que justificaran su vocación. Las resumo:

1ª) Un egoísmo patológico. Deseo de que hablen de ti, vanidad crónica y respetabilidad. Orwell asegura que es un deseo compartido con todo científico, artista, político, héroe militar, abogado de éxito, periodista o empresario triunfante.

2ª) La motivación estética. El deseo de transmitir una emoción o una idea por medio de palabras.

3ª) El deseo de establecer la verdad de una época y que esa visión pueda permanecer en el tiempo. Él lo llama el “impulso histórico”.

4ª) Las intenciones políticas. Orwell asegura que “la opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política”.

Josep Pla hubiera añadido una quinta ley: “Y para ganarse unos duros.” Que viene a ser la misma respuesta que dio Faulkner.

José Donoso prefirió confesar que no lo sabía, pero le atacó el ingenio y dijo: “Escribo para saber por qué escribo.”

Los escritores que se que consideran incapaces para otra actividad, menguados para cualquier otro oficio, limitados para toda labor, son legión y no me alcanza un día para citarlos a todos. Baste con decir que Samuel Beckett o Jorge Luis Borges también confesaron su pertenencia.

Piglia se puso serio y pensó: “Porque la poesía es la forma íntima de la utopía.” No me dirán que la respuesta de Piglia no tiene carácter. Lo que yo no tengo tan claro es si escribo para elevar una utopía o para curarme de esa misma utopía, que viene ya en ruinas desde antiguo. Quizá tú lo sepas.

Yo voy a probar el sabor acerbo de equivocarme respondiendo.

Escribo para que cuando llegue el último día, si aún me queda una gota de cordura, pueda mentirme con descaro y creer que hice algo, que no tiré la vida sin probarla, que exprimí esta fruta podrida hasta los huesos, que aproveché mi segundo de luz, mi parpadeo entre las dos noches eternas.

Brodsky o la solidaridad en el dolor


A veces los poemas nos persiguen, como las ideas o las personas. A mí últimamente me persigue un poema de Joseph Brodsky:


Yo he entrado en la jaula en lugar de la fiera,
he grabado el apodo y la pena a hierro en prisión,
junto al mar he vivido, he jugado a la ruleta,
he comido en traje de frack con quién sabe Dios.
Asomado a un glaciar, medio mundo habré visto,
zozobrado tres veces, dos de ellas lograron rajarme.
Del país que me ha dado sustento he huido.
Quienes me han olvidado llegan a ser ciudad.
Me he perdido en estepas que el grito del huno recuerdan,
he llevado lo que ahora de moda vuelve a estar,
he cubierto almiares de negro sudario, he sembrado centeno,
agua seca tan sólo no he llegado a probar.
He abierto a mis sueños la pupila del guardia, siniestra,
he comido el pan del exilio sin dejar la corteza.
He prestado mis cuerdas a todas las voces, además del aullido;
he pasado al susurro. Y cuarenta en el día de hoy he cumplido.
¿Qué decir de la vida? Que resulta que es larga.
Que no soy solidario más que con el dolor.
Pero mientras no llenen de barro mi boca,
de ella sólo habrá de brotar gratitud.

La traducción es de Ricardo San Vicente.

Es como una biografía en veinte versos. En Brodsky abundan los poemas donde hace cruel recuento de su vida, unas veces con cierta niebla elegíaca, otras con el cuchillo satírico en la mano, la mayoría con la niebla y el cuchillo a la vez.

Una de las grandezas del ruso-estadounidense es que se entrega al poema sin medida, sin calcular riesgos, con una naturalidad desbordante.

Sólo puedo ser solidario en el dolor, asegura Brodsky, pero yo no sé si es posible la solidaridad en la alegría. Al menos en su sentido literario, como una compañía moral.

La literatura es un nepente: nos cura y nos hace olvidar. Aunque nos hable del horror, del crujido y del desgarro, del vacío y de la podredumbre, su objetivo no es hundirmos, sino llevarnos hasta la lucidez.

La poesía de Brodsky es fiel a ese paisaje de ciénagas, y como Auden, sólo parece salvarle la ironía.

De su último libro So Forth, en español Etcétera (Cátedra, 1998), con traducción de Alejandro Valero, recuerdo el largo poema "Fin de siécle" (pág.64), resumen del atroz siglo veinte, cruzado por un sarcasmo que sólo Brodsky podía ejecutar. Los últimos versos de ese poema dicen:

Al tiempo se le pide que frote su nueva superficie,
estoy seguro, infinitamente. A pesar de todo,

tu párpado está cayendo. Solo los mares
permanecen serenos y azules, y le dicen al alba: "Vamos",
que suena desde lejos como: "ya no".

Y al oír esto uno desea dejar el duro trabajo
cavando y quitando arena, y embarcar en un barco de vapor y navegar
y navegar con el fin de aclamar

al final no a una isla ni a un organismo de los que Linaeus nunca encontró,
ni a las bellezas de nuevas latitudes, sino todo lo contrario:
a algo sin importancia.


Apología de Santa Cruz


Foto: Stephan Grob


Santa Cruz es una ciudad maravillosa. No deje que nadie le diga lo contrario.

Santa Cruz es una ciudad a la que no puedes mirar, porque es ella la que te mira. Te mira con los ojitos puros de las ratas del parking, con los ojos enrojecidos del mendigo, con los ojos desorbitados del quinqui cuando busca tu cartera, con los ojos serios del gorrilla cuando te exige una parte de tu sueldo.

Santa Cruz es una ciudad culta y sólida, hecha con madera de TEA. Una ciudad que vive de espaldas al mar, pero donde hay un tsunami perpetuo que firmó Calatrava.

Santa Cruz es una ciudad perfecta donde habita nuestro animal favorito: el coche. Los coches gobiernan la ciudad, dirigen el tráfico, expulsan al viandante hacia su casa. Los coches son discotecas ambulantes y sus propietarios descamisados son grandes vindicadores del idealismo de Berkeley. Esos conductores saben que el coche no es un coche objetivamente real. Esos conductores saben que existir es percibir, y que lo único cierto en el mundo es la idea que tenemos del coche. Ellos saben que el conocimiento es independiente de la experiencia. Esos conductores saben que lo relevante es la idea del coche, y esa idea vale más que su familia, que su moral, que su novia, y vale mucho más que la idea de los que se cruzan en otros coches imposiblemente reales.

Santa Cruz está llena de suburbios modélicos, obras de arte de la mejor arquitectura moderna. En esos barrios a veces no hay una guardería o un centro de salud, pero en la esquina tienes, veinticuatro horas al día, un camello que te consigue lo que quieras. No hay bibliotecas en los barrios, pero quién necesita un libro cuando hay tabaco, alcohol y una hamburguesería abierta.

Santa Cruz es la única ciudad que no tiene nombre. La gente no va a Santa Cruz: sólo baja. La gente no sale de Santa Cruz: sólo huye.

Yo admiro a esta ciudad, no puedo evitarlo. Admiro sus carnavales, donde se aman el navajero y el borracho, donde la felicidad se mide en decibelios, donde todos aprendemos algo sobre los primeros socorros.

He vivido casi toda mi vida en Santa Cruz. Han sido más de treinta años de felicidad, de vecinos inteligentes y silenciosos, de navegar océanos de asfalto para comprar un pan. He dejado allí mi buzón, que soporta mejor que yo el estruendo, y me he venido a vivir a La Laguna, patrimonio de la humedad.

Por eso pido perdón: por no seguir allí con vosotros, rezándole a los baches históricos y a esos parques sombríos donde funda su cotarro el galafate.

Zoología literaria



VOLTAIRE
Gnatóstomos (vertebrados con mandíbulas). Posee dos arcos viscerales en forma de mandíbulas masticadoras; la suya es la ironía más venenosa de su subespecie. Tres pares de conductos semicirculares, con apéndices (aletas, patas, diccionarios filosóficos) esenciales para su movilidad.

POETA
Pelecypodos bivalvos. Acuáticos, principalmente marinos. Más comunes en aguas poco profundas, aunque algunos habitan las fosas oceánicas. El “Mystilus” se adhiere a objetos sólidos: academias, premios, mecenas, etc. Muy abundante. La mayoría de los pelecypodos descargan los huevos en el agua, donde tiene lugar la fecundación o edición del libro. El zigoto se desarrolla en forma de larva ciliada. Si consigue sobrevivir a esa primera etapa con el tiempo adquiere una glándula de la concha, se hunde en el fondo y permanece.
Desde que el hombre visitó las costas marinas con intenciones alimenticias los bivalvos han sido consumidos generosamente. En las últimas décadas ha descendido la demanda pero se ha disparado su estudio.

BEST-SELLER
Mesozoo. Parásito común de los cefalópodos, los escaparates de novedades y otros invertebrados.

FRANCISCO VILLAESPESA
Medusa libre en forma de campana flotante, con abundante mesoglea (o retórica) gelatinosa. Tentáculos blandos. Carecen de ano, cabeza y otros sistemas. Son animales acuáticos y modernistas.

JON JUARISTI
Entoprocto nematomorfo (gordiáceos). Cuerpo y obra en forma de látigo. Cutícula dura y opaca. Los adultos de esta especie tienen vida libre en el agua, excepto en los charcos del País Vasco.

EMILY DICKINSON
Subclase de las Ciripedias. Adultos sedentarios. El caparazón se convierte en una especie de manto que rodea el cuerpo, usualmente para defenderse del mundo. Larvas nadadoras y frágiles. Sólo es detectable tras su muerte.

JEAN-PAUL SARTRE
Tunicado (urocordados) taliáceos. De diversos tamaños, los adultos exhiben vida libre, sin cola o notocondrio. Filosofía en forma de túnica permanente o palio. Comprometidos. No carentes de habilidades literarias.


CAMILO JOSÉ CELA
Equinodermo holoturoideo. Cuerpo alargado con paredes blandas, carnosas. Se reproduce hasta la senectud, donde decrece su movilidad pero no su verborrea. Boca anterior, rodeada de tentáculos retráctiles. Tubo digestivo en forma de S. Gran parecido con la Holoturia. Un ejemplar de esta especie recibió en 1989 el Premio de la Academia de Zoología Sueca.

CHARLES BUKOWSKI
Gasterópodo (molusco univalvo). Cabeza diferenciada, tentáculos. Suele habitar en grandes ciudades. Sobrevive bajo soluciones compuestas en su mayor parte por alcohol. Siente un gran aprecio por la destrucción de sí mismo.

VICENTE HUIDOBRO
Arácnido vanguardista. Ojos simples, sin branquias, terrestre. Afectado de creacionismo. El primer zoólogo que estudió esta especie, el infatigable Rafael Cansinos Asséns, no concibió grandes esperanzas para su futura evolución. Este tipo de arácnido está hoy prácticamente extinguido.


JUAN RULFO
Chrysemys (tortuga). Principalmente terrestres. Extremadamente lentas en su trabajo reproductor, sólo consiguen poner uno o dos huevos a lo largo de su vida. La vertiente mejicana de esta especie, la Chrysemys rulfiana, es especialmente atractiva y brillante.

MIGUEL DE UNAMUNO
Thamnophis hispaniae (serpiente). Temperatura del cuerpo variable según el ambiente. Especie extremadamente venenosa. Cierta tradición filosófica lo utiliza como respetable paradigma o símbolo de la angustia existencial. Su veneno es abundante y muy apreciado para diferentes remedios. Muy parecida a la Thamnophis kierkegaardiensis.


FERNANDO PESSOA
Phalaenoptilus nuttali. Única ave conocida que inverna. El resto del año demuestra excelentes cualidades para el vuelo y la paradoja. Procede de la especie ya extinguida Phalaenoptilus nuttali shakesperiana, de la que conserva una asombrosa capacidad para alcanzar lo contradictorio y lo memorable. Habita sólo en Portugal, concretamente en Lisboa. Anida en desvanes y buhardillas.

ANTONIO GALA
Pavo cristatus (pavo real). Famosa especie perteneciente al suborden de las galliformes. Se alimenta de substancias vegetales y produce sonetos no aptos para el consumo humano. Muy visitado en zoológicos y ferias del libro.


CERVANTES Y GALDÓS
Cladistia (subclase dentro los peces antiguos o clásicos). Cuerpo alargado, cubierto de escamas romboidales y esmaltadas. Paleozoico y Reciente, no se conoce ninguno en el período Intermedio. Buceo claro, extenso y apreciado. Muy alimenticio.

VLADIMIR NABOKOV
Canis lupus nabokoviano (lobo). Antiguamente muy frecuente en Europa y América, actualmente quedan muy pocos ejemplares. Pertenece al orden de los carnívoros. Su pelaje es gris oscuro, posee hocico, amplias orejas y colmillos muy temidos. En España se pueden encontrar algunos ejemplares derivados de esta especie. Se alimenta de ganado, y suele ser considerado como un animal hermoso pero dañino.


LUIS CERNUDA
Pelobates (anfibio). Pertenece al suborden de los clásicos. Estrictamente solitario. Habita soliloquios, elegías y monólogos dramáticos. Suele emigrar a Inglaterra y a Méjico. Reacciona negativamente ante sociedades poco tolerantes.

LIBRO
Cocodrilo. Mandíbulas poderosas, provisto de numerosos dientes con los que atrapa a su presa, también llamado lector. Su piel es muy utilizada desde hace siglos como adorno en bibliotecas y salones. Su compañía es muy peligrosa para aquellos que no lo frecuentan habitualmente, ya que desconocer sus hábitos alimenticios puede significar convertirse en su próxima presa.

AUGUSTO MONTERROSO
Cladocera. Individuos diminutos o microscópicos, usualmente con el caparazón bivalvo. Larvas de lento desarrollo. Adultos muy apreciados y propensos a la sátira, la fábula y la miniatura.

Todos los nombres científicos y el resto de la información sobre zoología han sido extraídos del libro Zoología general de Tracy I. Storen y Robert L. Usinger (Ediciones Omega, Barcelona, 1971). Traducción de Antonio Prevosti.